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Donde todo comenzó

Todos tenemos algún lugar que significa más para nosotros que lo que podría significar para alguien más, ya que ahí hemos vivido momentos importantes y memorias inolvidables que le han brindado un valor sentimental enorme. Para mí, este lugar sin duda es París.

La primera vez que fui oficialmente a la capital francesa tenía 12 años. Me acuerdo perfectamente cuando salí del metro y me encontré ante esta hermosa ciudad, que por alguna razón siempre me había llamado muchísimo la atención. A pesar de ser bastante desorientada, en París logré memorizar las calles, edificios y tiendas con extraña facilidad. Esta primera vez que visité la ciudad de las luces, quedé tan fascinada que puedo decir con seguridad que ahí fue cuando empezó mi obsesión.

La siguiente visita fue con un grupo grande, por lo que los traslados tardaban mucho más y las visitas solo incluían los lugares más turísticos, y de ellos, solo los que nos daba tiempo. Sin embargo, las siguientes dos veces que visité París fue con amigas, y vaya la diferencia. Me puse en el papel de guía turística y, aunque confieso que las hice caminar como pocas veces en su vida, estoy orgullosa de decir que les enseñé casi todos mis puntos favoritos. Lo que sí es que cuando llegábamos al último, la Torre Eiffel, no podíamos evitar echarnos en el pasto del Campo Marte, que de repente era la superficie más cómoda del mundo, esperando a que el monumento más representativo de esta ciudad se iluminara, mientras comíamos un croque monsieur y escuchábamos música de fondo. Durante estas visitas también tuve la oportunidad de conocer la vida nocturna parisina, la cual no me decepcionó ni un poquito, y fue una de las partes más divertidas del viaje.

En contraste con lo anterior, esta última vez que fui con mi mamá decidimos tomarnos las cosas con muchísima más calma, y eso que solo fuimos dos días y las dos somos bastante intensas. Estuvimos casi todo un día en uno de mis museos favoritos del mundo, le Musée D’Orsay, y visitamos otros como le Musée de l’Orangerie y le Grand Palais. Más aún, nos dimos el gusto de simplemente caminar por las calles, desde el puente Alexander III hasta el barrio de Montmartre, disfrutando cada paso que dábamos.

Esta "escapadita", más que eso, representó una despedida (o un hasta pronto) que claramente le dolió más a mi mamá que a mí, y a esto es a lo que me refiero justamente con este artículo: hay lugares que marcan etapas, guardan momentos y cierran o abren ciclos en nuestra vida. Estos son los lugares que nos hacen sentir mil cosas a la vez con el simple hecho de escuchar su nombre, y que cuando nos pega la nostalgia, es a donde quisiéramos regresar para revivir todas las memorias y emociones que éstas conllevan. Esos son los lugares que, sin darte cuenta, se vuelven permanentemente una parte de tí.

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